miércoles, 22 de febrero de 2012

El saludo de Barry Sheene

El frío helaba los huesos desde dentro hacia afuera, lo único que importaba era llegar, las malas noticias del día eran que no había un "donde" al que llegar. Los días se hacían eternos y los bidones veían esfumarse la gasolina como si se desintegra la mantequilla sobre una plancha ardiendo esperando que caiga la hamburguesa sobre ella. Puede que hubiera sido una buena idea parar en quel motel del kilómetro 360, pero el coche patrulla que había aparcado en la puerta no le hizo presagiar nada bueno, así que decidió seguir rodando, seguir el camino que lo conducía directamente a ninguna parte.

Al cabo de casi 24 horas seguidas sin parar, salvo para llenar el maldito tanque de combustibe de aquella indestructuble japo, decidió que las fuerzas no le darían ni un solo segundo más de tregua y se detuvo. Era de noche, la luna llena sobre el cielo brillaba como si quisera ser el mismísimo Sol. Se quitó el casco y escuchó, escuchó la nada, porque nada se oía en medio de la noche más sepulcral que había vivido nunca. Parecía que todo se detenía, que el tiempo se plegaba, que el mundo había terminado y el no se había dado cuenta preocupado más por huir que por otras vanalidades, como el mismísimo fin del mundo.

Entonces una leve ráfaga de aire hizo tintinear la campanilla que colgaba de los bajos de su moto. El leve sonido rompió el silencio y comprendió que estaba delirando, que el mundo, aun, no había acabado. Miró a su alrededor y comprobó que no había gremlins, claro, si los hubiera habido el sonido de la campana los habría espantado. Se relajó, permitió a su neurosis huir un par de horas y se tumbó junto a la moto tapándose con la vieja manta que llevaba en la alforja. El sueño acumulado de varios días hizo el resto.

A la mañana siguiente despertó como nuevo, se subió la moto y comenzó el resto de su viaje, ese que no le llevaba a ninguna parte. Pero esta vez la sonrisa se le dibujó en la cara, todo parecía que iba a salir bien. A unos kilómetros del lago Ray Hubbard, justo a la entrada de Forney, vio un coche de policía, era el del sheriff de la ciudad, y pensó: "¿Quién diablos va a saber quien soy yo aquí?". Aceleró, dentro de los límites permitidos, y adelantó al coche que circulaba despacio, al pasar a su lado le hizo un saludo en V, ese viejo saludo que los moteros eurpoeos suelen hacerse entre ellos, y pasó de largo, convencido cada vez más de que ese gordo y viejo sheriff de Forney no haría nada. "Seguro que me mira y solo ve a un simpático motero", pensó.

Pero no, el sheriff Kaufman lo reconoció, no al principio, pero era un viejo desconfiado, así que consultó aquella matrícula y vio con sorpresa que era una moto robada en el neoyorkino condado de Westchester. Kaufman era un viejo, si, pero aun le quedaba algo de la energía que lo llevó a convertirse en el más temido miembro del KKK en Texas durante los 70, y usó aquellas energías residuales para dar a aquel delincuente su merecido, aceleró hasta alcanzar la japo, la golpeó por detrás con el parachocques y la moto se fue al suelo. Estaba tendido en mitad de la carretera, el coche del sheriff había parado a unos metros y el viejo salía lentamente de él con un rifle en las manos, escuchó perfectamente el sonido de éste al cargar. No podía moverse, probablemente era la columna, el golpe había sido brutal, aunque no le dolía nada. El sheriff se detuvo ante él, le apuntó con el rifle y sonrió. Después de eso solo se escuchó un tremendo estruendo y luego... la oscuridad.