viernes, 9 de enero de 2015

La aventura del aire en la cara

Dicen que solo un perro cuando asoma la cabeza por la ventana de un coche en marcha puede llegar a entender lo que siente un motero. Me hizo gracia la primera vez que escuché esa frase, porque realmente creo que esos perros que asoman las cabezas cuando van con sus dueños en el coche son de las pocas criaturas que pueden entender porque elegimos una moto en lugar de un calentito y protegido enlatado. No sabría explicar el porqué de la elección, pero si se explicar como aflora una extraña felicidad cuando subo en moto, cuando me alejo de las ciudades, de los núcleos urbanos, adentrándome en la infinita carretera, en la perpetua autovía, para llenar mi vida de aire en la cara y de sensaciones que se multiplican sobre las dos ruedas.

Puede que los viajes duren horas, que tarde un día entero en recorrer 700 kilómetros, o tal vez solo sean 60 minutos y un café en el bar de algún viejo conocido de la ruta, pero ese momento, ese viaje que necesitamos aquellos a quienes nos apasiona la moto, es el mejor rato que podemos imaginar, el momento en el que somos libres, en el que el mundo es nuestro, ya sea en grupo multitudinario o en solitario, esa es nuestra patria verdadera.

A veces salgo sin rumbo, sin apenas dinero en los bolsillos, con una única meta, disfrutar, porque como siempre digo, cuando vas en moto el viaje en sí es el destino. Cuando llevo unos kilómetros comienzo a otear el panorama en busca de un camino perpendicular al asfalto, cuando lo encuentro me adentro en el y busco más aventura de la que el negro suelo de las carreteras es capaz de darme. Esos caminos que a veces me conducen a lugares inimaginables, otras veces a un fiasco que no hace sino despertarme una sonrisa y obligarme a volver sobre mis propias rodadas. Eso si, siempre con mi campanita por si los criters acechan mi camino.